viernes, 5 de abril de 2013

Amor de madre


Tomó apenas un momento: Antes de hacer presión para que mi cabeza se inclinara hacia delante, la palma de la mano de mamá rodeó mi nuca, allí donde comienza a nacerme el cabello. Y eso fue todo lo que sentí. Al principio no había razón para el sobresalto que me había quitado la respiración. Aunque no podía verla, sabía que era ella; quizá aquello se trataba de otra de sus esporádicas caricias torpes, pensé cuando en un instante minúsculo se reunieron mis ideas y mis sentimientos que iban en volandas. Pero algo había en aquél movimiento que me crispó los nervios: cierta falta de brusquedad, común en sus interacciones conmigo. Luego sentí la presión del aparato complicado hecho de correas que atravesaba la mitad de mi cara. Incrédula, llevé las manos hasta mi cara en un movimiento que me tomó siglos y palpé una lámina de cuero grueso y negro que me tapaba la boca y estaba amarrada por la parte baja de mi cabeza con una correa.
Así se había inaugurado el único ritual que reunió a mi madre con mi infancia. La primera vez ocurrió en la penumbra opaca de mi cuarto, justo antes de que amaneciera y así se repitió diariamente. Hasta que mi padre se mudó definitivamente a la casa, ella me despertaba para ajustarme el bozal, mientras yo me resignaba a reconocer de nuevo mis labios sólo tres veces al día, cuando venía mi nodriza a traerme el alimento.
Entonces tenía la edad de cinco años.

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