Tomó apenas un
momento: Antes de hacer presión para que mi cabeza se inclinara hacia delante,
la palma de la mano de mamá rodeó mi nuca, allí donde comienza a nacerme el
cabello. Y eso fue todo lo que sentí. Al principio no había razón para el
sobresalto que me había quitado la respiración. Aunque no podía verla, sabía
que era ella; quizá aquello se trataba de otra de sus esporádicas caricias
torpes, pensé cuando en un instante minúsculo se reunieron mis ideas y mis
sentimientos que iban en volandas. Pero algo había en aquél movimiento que me
crispó los nervios: cierta falta de brusquedad, común en sus interacciones
conmigo. Luego sentí la presión del aparato complicado hecho de correas que atravesaba la mitad de mi cara.
Incrédula, llevé las manos hasta mi cara en un movimiento que me tomó siglos y
palpé una lámina de cuero grueso y negro que me tapaba la boca y estaba
amarrada por la parte baja de mi cabeza con una correa.
Así se había inaugurado el único
ritual que reunió a mi madre con mi infancia. La primera vez ocurrió en
la penumbra opaca de mi cuarto, justo antes de que amaneciera y así se repitió diariamente. Hasta
que mi padre se mudó definitivamente a la casa, ella me despertaba para
ajustarme el bozal, mientras yo me resignaba a reconocer de nuevo mis labios
sólo tres veces al día, cuando venía mi nodriza a traerme el alimento.
Entonces tenía la edad de cinco años.
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