Quizá lo único que era verdaderamente
distinto a una especie de cotidianidad que no recordaba era que estábamos de
nuevo en un vagón de tren, padres e hija: aquél triángulo originario que llamé
una vez familia, antes de que naciera Marcel que estaba en Caracas para resolver
esos asuntos inaplazables que sólo se tienen cuando uno va a la universidad. Tampoco
era él parte de esto, porque nació en el año noventa, después de que papá y yo
nos pusiéramos a memorizar aquello de que a
las cinco en sombra de la tarde y de
que no quiero ver la sangre de Ignacio sobre la arena.
Por eso Granada. Y por eso Federico
García Lorca que iba pidiéndomelo verde desde un libro suyo que tenía dentro de
la cartera. Por eso aquél viaje, nosotros tres, como si papá pudiera echar el
reloj hacia atrás con esas manos que ya han comenzado a mancharse. Y por eso
aquella sensación de que todo era un secreto, de que me iban a regañar si
hablaba de más o decía lo que no debía. Y el miedo de repetir, por tercera vez
mi pregunta sobre qué íbamos a hacer allá y, a penas me salió un balbuceo sobre
una fecha de regreso.
– – ¡Emilio!, dijo mamá con esa manera sólo suya que
tiene de llamarlo.
Él levantó sus ojos, que son
exactamente iguales a los míos pero más grandes y con arrugas. Colocó el libro
a la altura de su pecho (por que antes lo tenía muy cerca de la cara) y mientras
La Reconquista seguía su curso natural en la Historia de España, me preguntó qué me pasaba, con esa seriedad
suya que hace de cualquier momento uno trascendente. Pregunté, de nuevo, con mi
propia versión de la severidad que estaba escrita sobre su cara y con un dejo
de indiferencia me contestó que el lunes.
– ¿Pasado mañana?, le pregunté
con un sobresalto simple, ahora sí de vuelta a mis treinta y pico de años.
Mamá ni se inmutó. Pero la cara
de mi padre fue como si lo hubiera insultado. El paisaje de la noche y las luces
españolas moviéndose dentro de las ventanas del tren, que iba avanzando hacia
el destino, mientras papá caía en cuenta de que había organizado ese viaje para
devolverse al pasado, robándose una semana de nuestro futuro. Y la revelación me
pareció menos trágica para él que había cometido un error que para mi que tuve
que aceptar que aquella mirada suya era ya la de un anciano.
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